Tres Padrinos
—¡No sube ni baja nadie! —gritó el chofer—. No paro hasta …
Los murmullos taparon el final de la frase. Los del fondo habían sentido, oído, y hasta olido que algo pasaba en la parte delantera del colectivo. Había que averiguar lo sucedido y hacia donde los llevaban. Alguna boca murmuró «carteristas», y los ojos de adentro empezaron a ver capataces, encargados, jefes y demás capangas mirando relojes con cara de vinagre pasado.

Más de uno se recomendó interiormente paciencia. A ver si, con las cosas como estaban en el trabajo, se escapaban sin aviso previo las ganas de contestar: «que si era tanto lío llegar media hora tarde, por qué no pagaban mejor las otras ocho y media». Una arruga gris de impotencia amagó instalarse en las caras internas y externas. Pero no pudo.
La cosa había empezado apenas un ratito antes…
- —¡Chofer!—había gritado el gordito—. Hay una señora descompuesta.
- —Chofer, pare. Por favor. Esta señora se siente mal. …Está embarazada —se sumó angustiada una mujer que llevaba carpetas en la falda—.
El chofer miró por el espejo. Con un solo golpe de vista entendió que la cosa no era con los vendedores ambulantes ni con los amigos de lo ajeno… Un parto se venía en falsa escuadra.
- —No me mire a mí —dijo la mujer de las carpetas en la falda—. Soy profesora de letras y señorita. Yo no sé nada de eso. —Y dándose vuelta se dirigió a los del fondo: ¿Acá no hay nadie que sea partero, medico, enfermero? ¿…Profesor de gimnasia, aunque más no sea?
El gordito se quedó mosca. Él había asistido a un curso de primeros auxilios. Su único objetivo había sido la clase de respiración artificial con la fuerte y rubia instructora… que justo el día que tocaba «la práctica del boca a boca», se había pegado el faltazo. Otra vez le vino el recuerdo piloso del morocho barbudo que la reemplazó.
El chofer recorrió el pasaje por el espejo. Nadie daba muestras de profesionalidad en pariciones adelantadas. Entonces paró el motor, tiró del freno de mano y se acercó a la muchacha. Acariciándole la frente le dijo a esos ojos preocupados:
- —Quedate tranqui, piba, que todo va a salir bien. Te voy a llevar al Hospital aunque tenga que meterme por el subte…
La profesora de letras recomendó acostarla en el suelo y todos colaboraron para ello. Algunos con camperas y la mayoría apretándose para hacer lugar.
- —¡Maldito sea este embotellamiento! —bramó el chofer, tragándose los calificativos «puto y de mierda», que no condecían con su función, la sensibilidad de la embarazada y la mirada de la profesora de letras.
Los del medio rápidamente actualizaron sus versiones para los del fondo, que cambiaron ojos tristes y preocupados por miradas con ganas. Se iban a convertir en protagonistas de un nacimiento y desde muy adentro les llegó el mandato de hacer fuerza juntos.
Hubo una sola excepción: el gestor Jorge J. Tortorelli, quien a sus sesenta y tres años y a su segundo bufido protestario, recibió un codazo y una mirada doble Nelson de la señora Mirta R. de López, ama de casa de sesenta y uno y medio.
- —¡En diez minutos no hice ni una cuadra! —se lamentó el chofer—. Estoy trancado por los cuatro puntos cardinales. Tapensé los oídos que voy a tocar bocina. …Vos, piba, pensá que es un sonajero para el nene y no te me pongas nerviosa, que para eso estamos nosotros.
Lo que sonó esa bocina, sólo Dios lo sabe. Varios automovilistas golpearon la cabeza contra el techo, a dos señoras se le pararon tanto los pelos que después les cobraron doble turno en la peluquería. Los que estaban de fiesta eran unos pibes que iban en una combi al colegio. Se reían a las carcajadas y le pedían a la señora que manejaba que tocara bocina y le ganara al colectivero loco.
- —¡Para, papá, que te van a internar! Pará aunque sea para respirar…
La voz tranquila se coló por el ventilete. Un tachero se había bajado y le hablaba al chofer como si fuesen pacientes de la misma unidad de psicosis intensiva.
- —…Yo sé lo que tenés, papá. Es mucho laburo sin descanso. Andá a tu casa y dormí. Después te tomás unos mates con la patrona, acariciás los chicos y ni te vas a acordar del embotellamiento. …La calle te hace acordar de la mishiadura y entonces te viene la gana de matarla a bocinazos… Me contaron que en el desierto pasa algo parecido: el silencio te enloquece y la forma de salvarse es tocar la bocina. Hasta los camellos…
- —Pará filósofo, que estoy llevando a una embarazada al hospital.
- —¡Ah! Disculpá, tío. ¡Hubieras dicho! Pensé que te había agarrado el cólera… A ver que podemos hacer… Mirá, yo me pongo adelante tuyo y te voy abriendo paso con el pañuelo afuera. Aunque con este embotellamiento… Dejame pensar. Pero, por favor, pará con la bocina que me hacés castañetear los molares.
El gordito aprovechó para buscar unas pilas que se habían fugado de su walkman en el primer salto-susto bocinal. Cuando andaba agachado, mirando por el suelo, se topó con la mirada llena de miedo de la embarazada. Y ya no pensó más en la rubia instructora. Desde el alma le salió una sonrisa linda y le acarició suavecito el hombro.
El tachero sintió que algo se apoyaba sobre su espalda. Levantó la vista y vio que el peso venía de los ojos de todos que, desde las ventanillas, le pedían que hiciera algo.
- —Ya está. Todo arreglado. …Dame un rato —soltó el del taxi—.
- —¿Qué vas a hacer? — le preguntó el chofer.
- —En Juan B. Justo estaba el cana. Queda a menos de seis cuadras. Lo voy a buscar corriendo. Yo lo conozco…
- —¿No son muchas cuadras? —preguntó el chofer—. …No va a querer venir.
- —Hace tres meses yo venía en onda amarilla. El señor ése me paró y me hizo la boleta, a pesar de mis protestas. Me la aguanté bien macho, pero no se salva de que cada vez que paso, lo saludo. El tipo me contesta, pero sólo yo sé lo que le digo. Espero que no se resista… porque me va a conocer.
- —Tranquilo, fiera, que necesitamos ayuda —le rogó el chofer.
En el colectivo los murmullos no superaban los de una sala de espera de maternidad. La profe apantallaba a la parturienta y muy nerviosa dijo:
- —A ver si hacen algo. A esta mujer se le están acelerando las convulsiones.
- —»Contracciones» —corrigió el gestor Jorge J. Tortorelli desde lo alto—.
La descomedida aclaración fue repudiada por todos, especialmente por la señora de López, quien depositó su codo a la altura de la tercera intercostal del mencionado gestor. …En cultura, la profesora de letras le sacaba una cabeza a los más cabezones, pero sólo cuando no estaba nerviosa.
El chofer, resignado a que sus pedidos por el sistema Morse de la bocina habían sido inútiles y que debía esperar al tachero, tuvo que contener a su imaginación. Es que cuando veía en las películas que un barco o un avión estaban en peligro, él se imaginaba que «eso» pasaba en su colectivo. …Había una de un submarino inglés rodeado por la flota alemana que… Pero esta vez el canal vida había sintonizado su bondi y ahora él era en serio «el oficial a cargo».
Caminó hasta donde estaba la chica y se sentó en el suelo a su lado. Primero le contó el cuento de Blancanieves y los ocho enanitos, diciéndole que el octavo era el hijo de ella. Después le contó «Pedro y el Lobo», le contó «Caperucita» y como los cuentos no eran su fuerte, le hizo jugar a la muchacha embarazada al «Veo-Veo». Había que ver a todos diciéndole a la chica «tibio – tibio – » y dándole ayuditas.
Cuando en un momento se dio por vencida al no descubrir que se trataba de la medallita de San Cristóbal, que decía «No corras, papá, que en casa te esperamos», la mandaron a Berlín. Le hicieron cerrar los ojos y después de algunos cuchicheos le comunicaron la prenda: debía imitar a una parturienta. Lo gracioso fue que la piba aceptó, pero con la condición de que si descubría quien la había propuesto, esa persona debía cumplir la prenda. …Ver al chofer acostarse al lado de la embarazada y hacer resignadamente los mismos gestos que la parturienta, hizo reír a todos, especialmente a la chica.
- —Parenlá que vengo con el cana … perdón, con el señor cabo Delfor Ferrante.
La voz del tachero los volvió a la realidad. El chofer abrió la puerta delantera y subió un morochón, grandote por donde se lo mirara. Estaba agitado y transpiraba profusamente.
- —Buenos días, señoras y señores —dijo entre asustado y formal el policía—.
En el coro que le contestó sobresalió la voz de la profesora de letras, acostumbrada a saludos masivos.
- —Soy el cabo Ferrante, señora —dijo el hombre dirigiéndose a ella—. Voy a tratar de ayudar.
Y ahí nomás, se sacó la gorra y buscó algo en su interior. Al instante apareció un sobre. Del mismo sacó una hojita de afeitar, dos curitas, una aguja, hilo y la foto que se había sacado con su señora en la rambla de Mar del Plata.
- —Me costó un poco convencerlo —le comentó en voz baja el tachero al chofer—. Olía cargada… Me dijo que sabía que cuando yo pasaba con el coche y lo saludaba, en realidad lo estaba puteando. Pero es un buen tipo. Enseguida se dispuso a ayudar. El problema es que anda con el estado físico a nivel último agujerito del cinturón.
En el colectivo todos guardaban un respetuoso silencio. Sólo se oía una respiración entrecortada y un jadeo fuerte. Eran del cabo Ferrante, quien hacía lo imposible para disimular que le silbaban los fuelles.
- —Cuídeme, por favor, el cinturón y el arma reglamentaria… Y esto que también es valioso.
El tachero no supo que hacer con la peligrosa carga, especialmente con el talonario de boletas. Al final se puso el talonario en el bolsillo de la camisa y se colocó el cinturón con la pistola y los cargadores arriba del que le sostenía los pantalones. No pudo evitar que una sonrisa le iluminara la cara y que sus ojos buscaran el espejo del colectivo para ver cómo le quedaban. Mientras estaba mirando y sintiéndose Billy The Kid, le pareció que alguien lo miraba. Era el cabo. El tachero borró lo anterior y puso cara de «ya pasó».
El policía se sacó la chaquetilla, se arrodilló al lado de la muchacha, le tomó el pulso y le preguntó cada cuanto le venían las contracciones. Después le secó la transpiración con un pañuelo inmaculado que sacó de su bolsillo.
- —¿Alguna de las damas presentes porta encima algún frasco de perfume?
La voz del cabo conmovió a todas las mujeres que empezaron a hurgar en sus bolsos, carteras y mochilas. La profesora de letras llegó primera con su frasco de «Diaboliques du nuit».
El gordito, al escuchar el pedido, se asustó y pensó en cirugía. Se quedó más tranquilo cuando vio que el cabo Ferrante usó el perfume para lavarse las manos.
El tachero se sentó de costado en el pasillo y recostó la cabeza de la embarazada sobre sus muslos. Era lo más blando y tibio que pudo encontrar. Ferrante, el policía, miró al chofer y le susurró por lo bajo:
- —Usted háblele a la chica. Soy medio durazno con las femeninas… Yo me encargo de lo otro. Necesito que la haga jadear primero y después pujar a ritmo.
El chofer le preguntó primero si iba a tener una nena o un nene, después quiso saber de qué cuadro era su marido. Cuando tuvo las respuestas, se dirigió a todos los pasajeros:
- —Bueno, ahora todos vamos a colaborar en la venida al mundo de un hincha de Independiente. Está madre no va estar sola para recibir al hijo que va a lucir con honor los colores del diablo rojo de Avellaneda. ¡Hoy somos todos de Independiente!
La muchacha sonrió a pesar del dolor y todos se adhirieron al fútbol, salvo la profesora, que pensó que era un mundo machista, aunque después se calmó, sobre todo cuando se acordó que quizá su enojo venía de que toda su familia era de Racing.
Al rato el colectivo se movía. Todos jadeaban con la parturienta. Todos pujaban con ella. Todos estaban mojados de transpiración. Todos estaban tensos… pero todos estaban felices de poder ayudar.
- —¡Y dale rojo, dale, dale, rojo! ¡¡Y… puje, y puje, y puje rojo, puje!!
El cabo Ferrante bufaba y como fumador empedernido, en algunos momentos se quedaba sin aire. Entonces el tachero le pasaba por la cara una gamucita nueva, que le había acercado el chofer.
Y así, entre la fuerza que pusieron todos los del colectivo y el cuerpo que prestó mi mamá, nací. Disculpenmé si me callo, pero la luz me ciega y el chiste de tener que respirar por mí mismo, me deja de cama.
Lo primero que vi cuando pude abrir los ojos fue a la vieja que, seguro que para mostrarme que la vida es medio complicada, lloraba con la mejor de las sonrisas. Y después vi al trío de mis padrinos. Estaban abrazados. El chofer manejaba, el cabo estaba en la escalerita y el tachero del otro lado. Iban gritando «¡Y dale rojo, dale, dale, rojo!!». Dos patrulleros con las sirenas al mango abrían paso a mi vida y todos los del bondi moqueaban su alegría cantando: «¡Y dale rojo, dale, dale, rojo!!». Especialmente la profe, que me llevaba en brazos.
(Cuento de «El Invento Argentino»)
